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La contracultura XII: Concluimos

Contracultura y revolución

La contracultura desempeña un papel crucial en el contrapoder. Hoy en día es un elemento central de las luchas sociales por su importancia a la hora de financiarnos (venta de alcohol en conciertos y pinchadas, algo que la revaloriza) y también por su eficacia para transmitir mensajes, movilizar y en general comunicar por medio de canciones, creaciones audiovisuales, fanzines, etc. Cómo no aprovechar todo este poder de influencia, y no solo como sujetos culturales, sino también como sujetos políticos; ser conscientes de la cultura como arma y elemento de transformación y cohesionarse con unos objetivos marcados.

La cultura siempre ha sido importante para la revolución. En el anarquismo, por ejemplo, los ateneos libertarios fueron fuente y destinatario de contracultura desde finales del siglo XIX, contexto en el que prácticamente todo colectivo contaba con su propio periódico u hoja informativa y había una gran proliferación de obras literarias o de teatro vinculadas a la revolución. La producción autogestionada de cine anarcosindicalista, que alcanzó su auge en los años 30, revolucionó (nunca mejor dicho) el séptimo arte, como ya lo había hecho el realismo socialista. La cultura era entendida por y desde la militancia.

A mediados del siglo XX, el situacionismo, el Mayo del 68 y las nuevas generaciones pusieron la contracultura en un lugar protagonista como medio de expresión y de transformación. En el anarquismo, la A circulada (hoy en día extendida como símbolo tradicional pero que en realidad apenas llega al medio siglo de vida) sintetiza estos cambios poniendo de relieve lo visual frente a la iconoclasia anterior, además de una ruptura con la ortodoxia para adquirir nuevas connotaciones como la rebeldía y la transgresión juvenil. Iría conectando así con las nuevas subculturas que fueron surgiendo, introduciendo ideas revolucionarias en realidades muy variopintas alejadas del tradicional feudo sindical. El punk llegaría a hacer propia esa A, que desborda el círculo (el orden), con un discurso nihilista pero que asimilaba elementos revolucionarios. El pulso entre Sid Vicious y Bakunin. Algo que encajaba muy bien en una generación gestada en el paro, la reconversión industrial, la marginalidad, la heroína, el temor nuclear, el no hay futuro … con la lucha armada y la conciencia antirrepresiva como telón de fondo.

La contracultura pasó a ser nexo entre juventud y revolución, pero un blanco perfecto para el negocio y su uso estético más fácil de asimilar por el sistema. En Euskal Herria, foco de efervescencia contracultural y política, la etiqueta de Rock Radikal Vasco inventada en 1983 sirvió para sacar rendimiento económico a esa escena. Incluso la izquierda abertzale, que al principio la había tachado de extranjera y al servicio del imperialismo yanqui, más adelante viendo su influencia en miles de jóvenes coreando consignas reivindicativas acabó tratando de canalizarla e impulsarla (Egin Rock, Martxa eta Borroka…) y a la vez viéndose transformada por ella. Esa contracultura, todavía reacia a la política en mayúsculas, pasó a ser la crónica social y política de las luchas de aquella época; primeros gaztetxes, txoznas, okupaciones, procesiones ateas, insumisión…

Curiosamente, la profesionalización de la cultura radical es la que provocó la reacción de sectores más politizados, buscando diferenciarse recuperando el do it y ourself y con los infoshops como una evolución de ateneos empapados de la nueva contracultura juvenil con cabida para nuevas expresiones culturales y focos de lucha. Las ideas revolucionarias ya no eran algo colateral sino un elemento central en la contracultura, reconciliándose de esta forma con la militancia más clásica antes reticente a ella. La contracultura será además crisol de distintas ideologías revolucionarias y contacto entre distintas militantes e ideas.

En conclusión, en ese momento en el que contracultura y revolución conviven tan intensamente (con fanzines en los que comparten espacio temas políticos con crónicas de conciertos, cómics o entrevistas a músicas, y con las radios libres en las que la música punk es banda sonora de programas reivindicativos) es cuando también aparece el negocio de la revolución por la ávida consciencia del potencial de ese fenómeno. Pero es también precisamente cuando nace, como respuesta a ello, la filosofía anticomercial, al principio ligada al punk y hardcore (anarcopunk, straight edge…), pero paulatinamente abriéndose a nuevos estilos, porque la cultura no es revolucionaria por su estética sino por su esencia. Y habiéndose diluido y desinflado las luchas autónomas y antiautoritarias de los años 70 y 80, fue precisamente esta distribución anticomercial la que logró en la década siguiente revitalizar y dar cohesión a esas experiencias y las nuevas que iban surgiendo.

Anticomercial

La distribución alternativa, anticomercial, nace y vive para contestar afirmativamente a la pregunta sobre si es posible crear y difundir cultura al margen del capitalismo. El principio clave sobre el que se asienta es la cultura libre, es decir, la convicción de que los productos culturales deben ser accesibles a todo el mundo, sin trabas económicas. La distribución anticomercial, además, aborda esta premisa desde una perspectiva anticapitalista; se desarrolla al margen del entramado empresarial que rodea la cultura y de los derechos de autora, entendidos no como un necesario reconocimiento del trabajo sino respecto a su uso habitual como mecanismo con fines lucrativos y de privatización de la cultura.

«Anticomercial» sería, por tanto, aquella creación cultural o artística que no tiene por objetivo el lucro y que se edita, distribuye y difunde por medios no capitalistas. No solo intenta difundir mensajes revolucionarios y potenciar una cultura afín a la revolución; pretende ante todo ser revolución en sí misma. Un cuento infantil sin alusiones políticas o trasfondo ideológico puede ser perfectamente anticomercial. ¿Qué es, por tanto, lo que la define? Una autoexclusión consciente del capitalismo cultural, esto es, hacer cultura y sacarla a la luz sabiendo que no vas a usar los canales mercantilistas para ello: no te gustan y quieres hacerlo de otra manera. Y ahí es donde entra en juego la distribución alternativa; con la tarea de dotar de herramientas a esas creaciones para que puedan salir a la luz de manera satisfactoria, sin que el anticapitalismo sea sinónimo de presentación cutre, difusión mala y eventos precarios; demostrar que es posible entender la cultura (y la cultura de calidad y comprometida) fuera de las fauces del Capital.

Todo esto se enmarca en un contexto en el que el capitalismo voraz invade con su lógica del dinero todos los ámbitos de la vida, no quedando exentas las expresiones culturales (lo que importa es rentabilizar esos productos culturales o potenciar escaparates para dichos productos, como puede ser un festival de música para una discográfica). Este totalitarismo del Mercado no se conforma con los grandes negocios culturales, y su omnipresencia alcanza tal punto que las luchas políticas y sociales y espacios vinculados a esas luchas no han sido del todo ajenos tampoco a esta mercantilización de la cultura, es más, en muchos casos se han aprovechado de ello. Y por detrás, gente particular se ha beneficiado de ese binomio cultura-revolución para sacar aún más renta, como trampolín al éxito y a costa de la lucha; con la careta de revolucionaria y la pose anticapitalista para actuar al final como empresas musicales, sin ninguna coherencia entre el mensaje que predican y su actividad. Y tras ellas sellos underground, discográficas independientes, intermediarias…

Autogestión es tendencia

Quienes defienden o integran el circuito comercial alegan fundamentalmente dos motivos. En primer lugar, lo que podemos llamar falacia del ermitaño, es decir, la justificación de una incoherencia a partir de otra incoherencia o un conjunto de ellas (“si quieres ser coherente, ve al monte y vive como una ermitaña”). En este caso, por qué ser impolutas en la cultura mientras hay otros ámbitos más descuidados. Frente a esto, la lógica anticomercial sigue un paradigma inverso: que haya facetas donde evidentemente somos más incoherentes, donde nos autogestionamos menos, no implica serlo también allí donde hasta ahora hemos desarrollado prácticas más autogestionarias. Hay que cuidar esas últimas realidades y en todo caso apuntar hacia las primeras, pero no usarlas como pretexto para desmantelar las alternativas. Esta idea es la revolución como tendencia: tender a autogestionar, a ganar terreno al capitalismo y no al revés. La cultura es un punto de partida tan válido como cualquier otro en este sentido.

En segundo lugar, las propias bandas comerciales o creadoras culturales que entran en el negocio tratando de mantener un estatus combativo, argumentan que el mal uso de la autogestión a manos de quien organiza un evento, sin tener en cuenta a quienes han participado y quedándose el beneficio, les obliga a comercializarse. Aquí aparece un círculo vicioso en las dinámicas de organización de eventos: «banda pide caché elevado; organización, al asumir ese importante gasto, solo puede pagar a esa banda y no reparte con las bandas que no exigen caché (de manera que ellas no pueden autogestionarse); esas últimas bandas acaban pidiendo caché». Es cierto que crear cultura implica gastos (en el caso de una banda: local, instrumentos, arreglos del material, grabación de canciones, sacar disco en formato físico, etc). Planteada la cultura como militancia, la autogestión de las bandas debería respetarse como si se trataran de un colectivo más. La solución pasa por establecer unos criterios en cada colectivo o espacio para fomentar la autogestión de todos los agentes culturales e impedir así que unas se lucren de forma exagerada y otras tengan que hacer frente a sus gastos ellas solas. Pero cuando el caché sustituye al criterio o reparto de beneficios, no vale jactarse de ser un filántropo de la lucha cuando en realidad la relación que mantienes con esas luchas es más bien contractual e interesada.

La utilidad de la cultura combativa

A lo anterior cabe añadir algunos matices. Primero, que es una crítica dirigida a quienes comercializan ideas, en este caso por medio de la cultura. Vivir de la música es totalmente legítimo y honrado (hasta aconsejable si puedes hacerlo y es lo que te gusta) siempre que no sea a costa de la lucha de otras, vendiendo aquello con lo que no eres consecuente.

Segundo, que es necesario señalar, denunciar y revertir estas situaciones si de verdad queremos construir contrapoder y no un poder paralelo e imbricado con el establecido. Quienes participan del negocio de la revolución y a costa de ella no quiere decir que sean enemigas de clase (son casos excepcionales quienes viven holgadamente por ello y tienen control de la propiedad), pero ello no significa que haya que apartar la mirada ante tal empobrecimiento ético ¿qué pretendes cambiar si no comienzas por ti?. Todo esto tampoco implica negar la utilidad puntual de estos circuitos, aunque no deberían ser movimientos anticapitalistas lo que los impulsen.

Un ejemplo: un mass media como el canal La Sexta puede ser eficaz, puntualmente, para sensibilizar y concienciar a la opinión pública en ciertos asuntos sociales (reportajes sobre los desahucios, contra la corrupción política, etc.). Pero eso no es sinónimo de algo revolucionario; seguirá siendo la cara amable del sistema (en este caso una macroempresa tan poderosa y fascista como Atresmedia), algo que va a quedar patente al tratar temas en los que verdaderamente se apunta a los cimientos de dicho sistema (unidad del estado español, defensa de la policía y propiedad privada, etc.). Así, de forma similar, una frase tan vacía y burda como «en la tumba de Durruti nos vamos a emborrachar tratando de resucitar ideas anarquistas que le entreguen al pueblo el poder» puede servir para que chavalas sepan por primera vez de la existencia de Durruti y animar a un primer despertar rebelde. Eso no quiere decir que el grupo Ska-p (autores de esa letra) sean anticapitalistas o revolucionarios, y mucho menos aún anarquistas. Y por eso en los espacios de contrapoder deberán tener cabida y difusión agentes culturales que sí respondan a ese perfil por encima de bandas como esa. Que la cultura sirva para conocer injusticias o para acercarse a ideas no justifica hacer un negocio de la música revolucionaria, es más, se estaría prostituyendo así su propia esencia como mecanismo de transformación social y no solo como altavoz. Cabe reflexionar, además, hasta qué punto esta cultura combativa en mensajes y no en formas es un buen instrumento de lucha contra el capitalismo o tan solo una falsa apariencia de ello. La conciencia proletaria es harto anterior al punk o al rap, y sin duda tarde o temprano hay medios tan desalienantes o más que la música para percatarse de la opresión y acceder a un pensamiento revolucionario.

¿Hasta qué punto sirven los grupos comerciales combativos como ancla de las luchas sociales? ¿O es más un fenómeno de hashtags reivindicativos y camisetas con lemas macarras que de transformación diaria? El reguero de militancia real suministrada por la contracultura en los años 80 y 90 ha ido disminuyendo progresivamente a medida que esa contracultura ha ido cayendo bajo la profesionalización y estandarización en circuitos fijados. Crece y crece la industria cultural “revolucionaria” y el número de bandas que la conforman, pero no veo tal correlación en la lucha de calle (o de donde sea). Es más, se contribuye a crear un fenómeno fan pero de gente con un discurso político mínimamente trabajado, porque su aprendizaje se queda en los lemas de las canciones. Y una canción es como es: efectiva para algunos propósitos pero incapaz de reflejar la complejidad ideológica como sí lo hace, por ejemplo, un libro o la formación por medio de debates. Se da así una concienciación superficial y ociosa, menos comprometida en esfuerzo y responsabilidad, acorde con la naturaleza de esta nueva didáctica musical de la revolución.

Otro ejemplo de utilidad y a la vez un tema controvertido puede ser el de los eventos solidarios, con objetivos recaudatorios muy loables como puede ser cubrir multas o ayudar a presas. La inclinación natural va a ser hacia contratar bandas que tengan el potencial de atraer el mayor número posible de consumidoras para obtener así más beneficio. Pero si caemos en esa inercia creamos un círculo vicioso por el cual al final solo hay unos pocos grupos que consiguen llenar grandes espacios debido a que no se apoya al resto de bandas. Cada cual deberá buscar el equilibro entre esfuerzo y recaudación. Hay ejemplos de sobra de que un evento anticomercial, trabajándolo de forma adecuada y cuidando el mensaje, puede ser tan efectivo como delegar esas responsabilidades en el entramado comercial.

Más allá de la música revolucionaria

¿Por qué todo esto no sucede de la misma forma en otras esferas culturales como la literaria? Lo que ocurre es que estos ámbitos no son, ni de lejos, tan lucrativos como el musical. De hecho, suelen generar pérdidas, de manera que las incongruencias ideológicas no son tampoco tan fuertes como puede ocurrir con bandas que entran en los circuitos comerciales. La persona que crea y difunde un producto escrito, o incluso audiovisual, con un mensaje de lucha o combatividad, aspira normalmente (en el terreno económico) a cubrir gastos con las ventas, pero raramente va a cobrar caché por presentar su proyecto en bibliotecas o centros sociales ni va a desplegar las campañas de marketing y a utilizar la parafernalia de subcontrataciones que hacen algunos grupos de música. Son circuitos menos profesionalizados y por ende mucho menos mercantilizados. Va a ser muy raro encontrar un best seller o película de alto presupuesto con una clara carga ideológica revolucionaria y que además se financie a costa de luchas sociales (como sí pasa con tantísimos productos musicales). Tampoco los circuitos anticomerciales han logrado consolidar unas redes eficaces de distribución pero sobre todo de edición de material no musical más allá de los típicos fanzines, si bien en la última década la tendencia ha sido incrementar el número de ediciones y adquisiciones de libros. Al no haber herramientas suficientes, surgen modelos híbridos, más convencionales pero que promueven cultura libre y una perspectiva política. Lo que diferencia a estas herramientas de sus homólogos musicales, además de la dimensión del negocio y escasez actual de alternativas, es la percepción de estos últimos como una especie de paladines de la revolución por su papel en la socialización de la lucha, mientras que arrastran una serie de valores capitalistas que serán desglosados más adelante.

Cultura que no predique revolución, que lo sea

La respuesta anticomercial al negocio de la revolución descansa sobre una filosofía que aboga por la revolución intrínseca a la cultura y en la que podemos encontrar raíces de clara tendencia libertaria: la finalidad que se busca con la cultura se aplica directamente en los medios con los que buscamos ese fin (el fin está en los medios). Así como para destruir poder y Estado no se crean mecanismos autoritarios sino herramientas que ya de por sí mismas suponen un cuestionamiento de la autoridad y jerarquía; o para revertir el sistema político no se participa en su juego por medio de partidos sino ideando estrategias que suponen una ruptura con dicho sistema; igualmente, para hacer cultura revolucionaria, se aplica la autogestión y medios a nuestro alcance, en vez de engrosar el mercado cultural o intentar hacer imitaciones light de él. Es decir, para hacer la revolución, simplemente la hago, en el día a día, en lo que se tiene cerca. Si lo cercano, lo que despierta interés, es la cultura, ahí tienes por donde empezar a hacer tu revolución; eso es a lo que tienes que aplicar tus principios. Eso sí, sin caer en la exclusividad de lo personal, usando esta herramienta como complemento y no como sustituto de la lucha integral. De lo contrario habrá, en vez de un ocio revolucionario, una revolución solo lúdica. En todo caso, son realmente escasas la confianza y expectativas de lucha que genera alguien que en «lo suyo» (en lo que tiene destrezas o interés) y por tanto donde más podría incidir y cambiar la realidad, hace lo contrario y es donde precisamente entra al juego capitalista. A ver qué haría en otros ámbitos menos atractivos o más costosos. La filosofía anticomercial, de este modo, se aleja de la conquista de las grandes masas por medio de la influencia de la industria cultural (aunque sea para favorecer la revolución desde ella). Incurrir en los esquemas capitalistas de lleno y con premeditación difícilmente va a ser el remedio.

Tachado todo esto de idealista, se intenta imponer el falso pragmatismo del «por estar politizada no tengo que ser precaria». Pistoletazo de salida para debates que suelen mezclar trabajo con militancia, hedonismo con activismo, hobbies con necesidades, lucha con ocio, etc. En cualquier caso, una banda políticamente afín y que quiere vivir de su música no puede justificar su ética de desprecarizarse si lo hace a costa del trabajo de luchas sociales y políticas mientras mira solo por su interés propio. Tras la excusa de que contribuyen a financiarlas suele estar la triste realidad de colectivos arruinados por meterse en ese barro.

Pero esta idea no solo es estandarte de empresas musicales y su esencia se ha filtrado por las ranuras más humildes de la contracultura, incluso esa que se considera ideologizada. En los anteriores, si bien cuestionable, su objetivo es claro. Pero en aquellas que lo hacen «por amor al arte», por diversión o por lucha, se pierde el norte, el sentido de lo que se hace. En general, al hacer una banda, y más si es politizada (se presupone sin unos fines comerciales de partida), es por apetencia. Apetece divertirse, expresar ideas, pasar el rato con colegas, incidir con el mensaje (incluso otra forma de militar, guardando las diferencias). Pero, desde luego, nadie te ha venido a suplicar que lo hagas. Tu grupo no es pilar fundamental de ningún movimiento revolucionario ni de ninguna lucha social. Si lo usas para potenciar dichas luchas, bienvenido sea, pero hazlo porque quieres, no por esperar algo a cambio. Y por descontado que sí vas a recibir mucho a cambio, y desde luego no es de los hobbies ni de las formas de militancia más precarias. Todo lo contrario.

Valores capitalistas en la cultura anticapitalista

La falta de politización real concede validez a eso de “quien no se vende es porque no puede”, dado que sin una base ideológica sólida y anticapitalista va a ser más probable que se bucee en el relativismo en busca de alguna excusa para auto justificarse. La cuestión es que toda esta difusa delimitación de lo revolucionario en materia cultural radica en una grave crisis de valores. La transparencia, el feminismo, la igualdad de oportunidades, solidaridad, colaboración, horizontalidad, apoyo mutuo, o la autogestión en su acepción menos contaminada por el emprendimiento empresarial, son conceptos que definen la filosofía anticomercial y que brillan por su ausencia en el panorama cultural actual, inclusive el que denominamos alternativo. Una banda anticomercial de León, ya desaparecida y llamada Hachazo, definía muy bien estas ideas en uno de sus estribillos: «No hay que olvidar que todo el mundo puede cantar, no hay que olvidar que todo el mundo puede tocar, no hay que olvidar que tú solo eres una más, colaboración, esto no es una competición». En definitiva, no ser más que nadie por tener una banda o porque esta guste. Cuando hablamos de la contracultura como actitud, es una herramienta de lucha que como tal puede usarla quien quiera, una herramienta tan respetable como la que hayas podido escoger tú, por encima de opiniones subjetivas sobre la «calidad» de esa música. Pero la colaboración que deseaba Hachazo actualmente no va más allá de la afinidad que puedan tener bandas entre sí, sin un trasfondo político. Sí que ocasionalmente se consigue crear ciertas redes (asambleas de músicas) pero no se llega a marcar unos objetivos políticos entre agentes culturales y a trabajar, cada cual desde su propio proyecto, para cumplirlos. En realidad, el panorama musical alternativo está impregnado de valores capitalistas: competitividad, privatización, rivalidad entre grupos, jerarquía entre propios componentes del grupo o entre organizadoras de eventos, opacidad, ánimo de lucro, delegacionismo, fama personal, una enorme egolatría… todo ello bajo el paraguas del individualismo y el mercantilismo, entendido sobre todo como la obsesión de que tu producto venda más que en la propia rentabilización de esa venta.

Primeras filas del concierto en las que solo hay chicos y no chicas, acceder a un caché porque el grupo que lo pide trae gente, tipografías más grandes para bandas que se consideran mejores o que mueven más fans, festis combativos en salas gestionadas por grandes empresas, uso interesado de lemas panfletarios para lograr difusión personal más que para potenciar las propias ideas, amiguismo y fama como criterios para llamar a alguien a actuar, creerse que tocar en un grupo exime de otras facetas menos ociosas de la militancia, amplis que cuestan más que un coche, que haya teloneros, priorizar un evento frente a otro por su condición como escaparate (va a verme mucho público) y no por su causa, saltarme un marrón en mi colectivo porque toca ensayo, discusiones por no querer compartir material para un concierto… Todo ello forma parte de la realidad cotidiana en nuestros entornos, tanto por parte de músicas como de organizadoras y consumidoras de cultura, y es difícil tan solo percatarse de estas actitudes por lo interiorizados que tenemos los valores capitalistas.

Por ejemplo, algo que llama la atención es lo arraigado que está en el circuito musical combativo algo que emana tan claramente de la moral capitalista como son los concursos. Planteados seguramente desde una intención constructiva de cara a incentivar a músicas jóvenes e ilusionarles, incluso un intento de meritocracia de acuerdo a lo que se podría llamar nivel musical, no obstante dañan la anhelada colaboración política referida anteriormente y en cambio suponen un caldo de cultivo para la competitividad, autorreferencialidad y el culto a la imagen. Un formato que hace imposible valorar lo que hay detrás de una actuación. Jurados que premian la parte estética en detrimento del mensaje, castigando así pues a la música como política. O en su defecto público que elige superficialmente o al grupo que le ha pedido el voto vía red social. Lo que se ve como un premio para las bandas que empiezan, en verdad tiene como resultado una jerarquización brutal entre grupos de música: aquellos que conforman una primera división en la que no hace falta concurso para tocar en el evento grande (de hecho seguramente sean cabeza de cartel por encima de las ganadoras del concurso), y aquellos que tienen que competir entre sí si quieren hacerse un hueco en la escena. Estos últimos desarrollan competitividad en el cuidado ya no solo de la música sino especialmente de su imagen, pero no pasa lo mismo con el mensaje. El concurso fomenta un espectáculo vacío. Atractivo, vistoso, pero vacío.

Los valores capitalistas encierran un matiz patriarcal y autoritario, que no es precisamente menos nocivo en algunas de las corrientes culturales y políticas que rodean nuestros espacios de lucha. Abrirse paso en estos espacios es entonces más fácil conforme más privilegios reúnas, de modo que no es de extrañar que, desde el punto de vista sociológico, el grupo de música revolucionario estándar o el sujeto cultural que habita estos parajes responda al prototipo de hombre, blanco, heterosexual, de familia de aquí de toda la vida, con asimilación cultural local y que no ha pasado demasiados apuros económicos. Una estética homogeneizada completa el cóctel y la diferenciación. Vaya, una muestra intensificada de los privilegios que ya de por sí arrastramos en nuestros entornos; los lastres e incapacidad de abrirnos a más capas sociales que vemos en el día a día de la militancia en general pero de manera aún más acentuada (no olvidemos el papel central de la contracultura en la socialización del contrapoder). Esta figura desvirtuada del gudari, antítesis del nerd, suele plasmarse en el terreno musical en un cuidado abusivo de la pose para emular fortaleza y agresividad, en violencia en las letras tratada desde la impulsividad y valentía entendidas como arrojo y la falta de miedo asociadas a la masculinidad hegemónica, o la tribalización en sus espectáculos para remarcar pautas compartidas. De este modo, parece difícil hacer una revolución en la cultura combativa (al igual que en las luchas en general) contando solo con esas capas sociales privilegiadas. A la autocrítica inicial le sigue aprender a reivindicar la creación cultural no como inquietud burguesa y hedonista sino como herramienta accesible a todas y como medio de liberación social y autogestión.

Retos de la contracultura revolucionaria

Lo cierto es que la perspectiva militante y comprometida de la cultura se ha venido desinflando en la última década, paralelamente a la desideologización en la sociedad y a una crisis de la cultura en general, acentuada por la coyuntura de estallido de la burbuja y por el cambio estructural que impone Internet y las nuevas tecnologías. Tras una oleada de nuevos retos (Musikherria, Laudio 2004…) estos no acabaron de cuajar, y la figura de la distribuidora sufre hoy desgaste y agotamiento insertos en la desaparición de las redes anteriores, algo que exige reinvención y un nuevo impulso. El cambio de escenario ofrece oportunidades a quien sepa adaptarse; la democratización del acceso a la creación artística puede servir para desguetizar y visualizar la cultura autogestionaria como una alternativa viable y fructífera. La edición clásica en la que una distribuidora asumía gran parte del proceso de producción de material pierde efectividad y sentido, pero aparecen nuevas formas de interacción, intercambio y micro mecenazgo que requieren que las creadoras culturales den un paso al frente y tomen más protagonismo en su autogestión, no de forma individualizada y atomizada sino tejiendo redes de colaboración.

Todo ello caerá en saco roto sino hay una reciprocidad por parte de espacios y luchas alternativas, apostando por esa cultura también alternativa. Para es necesario debatir y definir criterios políticos de cara a la cultura, no arbitrarios sino coherentes con sus ideas. Así se evitarán imposiciones lucrativas de uno y otro lado (ni pagos desorbitados ni gaztes asanbladas sin actividad política pero con 20.000 euros en el banco). Por eso los agentes culturales también deben establecer sus propios criterios tras un diagnóstico de su situación y objetivos políticos, si los tiene. Un paso importante es cohesionar a esos agentes culturales que sigan la filosofía anticomercial, reivindicar sus principios y actividad sirviendo también como carta de presentación ante público y organizadoras de eventos. En ese proceso no habrá que obviar un ejercicio de transparencia, no solo para evitar un lucro desmedido o ser conscientes de cuando este ocurre, sino también para dar a conocer el proceso y esfuerzo que implica crear cultura.

Por último, en las incipientes iniciativas de autogestión integral la cultura no ha de quedar olvidada; como aspecto vital en nuestras vidas, debemos potenciar herramientas que permitan crear, difundir y consumir cultura acorde a nuestros principios. No hay que olvidar que, al ser parte del contrapoder, cuidar la contracultura es tarea de todas; apoyar la cultura libre desde las experiencias de lucha contracultural liberadora que nos sean más cercanas, sin apuestas parciales y sin usar ese apoyo para convertirlas en empresas culturales afines. Porque es necesario entender que al capitalismo no se le combate con un capitalismo light, que con su falsa apariencia de autogestión es el condimento perfecto para esta democracia zero y su espejismo de libertad.


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