La contracultura II: Recontracultura
Corbatas, tacones y hamburguesas
Desgraciadamente, la fascinación de la crítica de izquierdas por el musical estadounidense no es un fenómeno aislado. Los patrones e iconos de la cultura de masas se han impuesto de tal modo que han llegado a considerarse normales, por no decir normativos.
Sin ir más lejos, resulta paradójico (y preocupante) que en el más antiimperialista de los países disten de ser infrecuentes los signos de sometimiento a los modelos occidentales. Si el traje de chaqueta (esa atrófica chaqueta que no en vano se denomina “americana”), uniforme oficial del macho dominante que lo distingue tanto de la clase oprimida (los obreros) como del género oprimido (las mujeres), es absurdo en todas partes, lo es doblemente en Cuba, y el hecho de que esté desplazando a la tradicional, elegante y funcional guayabera en los actos oficiales, es una señal de decadencia estética cuya importancia (nulla aesthetica sine ethica) no habría que subvalorar. ¿Y qué decir de la falocrática corbata, ese ridículo nudo corredizo de seda, a la vez signo de poder y de sometimiento, que en Occidente sigue siendo de uso obligatorio en muchos lugares y circunstancias?
¿Y qué decir de los zapatos de tacón (a cuyo éxito tanto han contribuido las divas de Hollywood)? No solo son obviamente inadecuados para caminar (y ya no digamos para correr), sino que, por si fuera poco, los traumatólogos llevan décadas denunciando los graves daños para los pies, e incluso para la columna vertebral, que acarrea su uso. Y, por otra parte, ¿cuál se supone que es su función? ¿Hacer más “atractiva” a la mujer que los lleva? Pero ¿quién puede encontrar atractiva a una mujer que lleva en los pies unos instrumentos de tortura que limitan su movilidad y dañan su salud? Solo un enfermo, obviamente, un machito baboso que se excita con la estética del dolor y la sumisión. La próxima vez, compañeras, que vayáis a calzaros unos zapatos de tacón, preguntaos qué pretendéis con ello. Si vuestra intención es excitar a una patética patulea de sadomasoquistas vergonzantes e hipermachistas pervertidos, y os parece, además, que el logro de tan alto objetivo merece la inmolación de vuestros metatarsianos y vuestras vértebras, adelante; pero si vuestra finalidad es otra (por ejemplo, que os consideren personas y no objetos), estáis adoptando una estrategia claramente equivocada.
Pero tal vez el más nefasto de los hábitos cotidianos impuestos por la cultura estadounidense (aunque no solo por ella, sino por los países ricos en general) sea el carnivorismo desaforado. Las hamburgueserías (y a ello ha contribuido el cine de forma muy especial) se han convertido, en todo Occidente (y en parte de Oriente), en importantes lugares de encuentro de los adolescentes, tan emblemáticos como las discotecas o los grandes centros comerciales. Y la disparatada idea de que “comer bien es comer carne” ha calado profundamente en casi todo el mundo (aunque, por suerte, entre las y los jóvenes “antisistema” está cobrando cada vez más fuerza la noción de que el carnivorismo -el especismo- es puro fascismo).
La defensa de la diversidad cultural bien entendida empieza por uno mismo, por una misma, y quienes nos oponemos a la dominación imperialista deberíamos ser más críticos con nuestras propias costumbres. Tendemos a considerar naturales nuestros hábitos cotidianos (dietéticos, indumentarios, amorosos), y a menudo no solo no son tan naturales, sino que en realidad ni siquiera son nuestros. En última instancia, la mayor amenaza imperialista no está en el Pentágono, sino en Hollywood y en McDonald’s.
Los tres niveles culturales (a modo de inciso)
Y a propósito de McDonald’s, al hablar de cultura de masas es obligado dedicar unas líneas al homónimo sociólogo estadounidense que introdujo el término. En su ya clásico artículo de los años cincuenta Masscult and Midcult, Dwight MacDonald distingue tres niveles culturales: highcult (alta cultura), midcult (cultura intermedia) ymasscult (cultura de masas); el artículo es muy objetable en muchos aspectos (sobre todo por su mitificación de una supuesta “alta cultura”), pero tiene el interés de introducir la noción de “cultura de masas” como contrapuesta a la cultura popular. En efecto, la actual cultura de masas es, como hemos visto, un desvitalizado sucedáneo de la genuina cultura popular (producida por el pueblo y para el pueblo), cuyo lugar y cuya función usurpa gracias a la fuerza bruta de los grandes medios de comunicación.
Pero la llamada “alta cultura” también está, en gran medida, manipulada -y por ende adulterada- por el mercado y sometida a la tiranía mediática. La cotización de las obras de arte, basada en el fetichismo de los compradores y en los dictámenes de una élite cuasisacerdotal de supuestos expertos, es un buen ejemplo de los extremos a los que puede llegar la mercantilización de los productos culturales.
¿Y la “cultura intermedia”? Según MacDonald, la midcult es la oportunista respuesta del mercado al esnobismo de una clase acomodada, pero poco cultivada, que quiere desmarcarse de la cultura de masas y no está capacitada para acceder a la “alta cultura” o para disfrutar de ella. Y así como la cultura popular y la alta cultura siempre mantuvieron buenas relaciones, la masscult y lamidcult son parásitos perjudiciales para todas las manifestaciones y niveles de la cultura auténtica.
Pero ¿hasta qué punto es cierto que la población se divide en una élite cultivada, una masa adocenada y un montón de esnobs con pretensiones? ¿Es adecuado, o tan siquiera lícito, clasificar a los ciudadanos en cultos, incultos y seudocultos? La división de MacDonald, como tantas otras, puede servir como primera aproximación al problema, pero confunde más de lo que esclarece. Nuestra compleja cultura tiene tantos niveles como queramos (tantos como individuos, en última instancia), y distinguir en ella lo genuino de lo falso, las voces de los ecos, es cada vez más difícil.
“Solo la cultura nos hace libres”, decía Martí, y puede que ahí esté la clave: solo la que nos hace más libres es verdadera cultura.
La recontracultura
La llamada “contracultura” nació en los sesenta y eclosionó en los setenta (algunos añadirían que murió en los ochenta, pero no es cierto). Su epicentro fue mayo del 68, y su hipocentro, la guerra de Vietnam. Sus manifestaciones más visibles y vistosas, el movimiento hippy, el “comix” underground, los conciertos multitudinarios; las más radicales, las comunas, los primeros okupas (entonces se llamaban squatters), los insumisos. Sus medios de comunicación, los fanzines (la prensa alternativa inventada por los aficionados a la ciencia ficción), las radios pirata…
La contracultura hizo mucho ruido y aportó algunas nueces. El feminismo y la “revolución rosa” le deben bastante (y viceversa). Y, sobre todo, creó un precedente que, en estos momentos en que el impropiamente denominado “pensamiento único” lo invade todo y cuenta con el apoyo incondicional de los grandes medios de comunicación y de la cultura oficial, no podemos olvidar. Con sus errores y sus aciertos, con sus defectos y sus excesos, la cultura underground de los setenta nos brinda, si no un modelo en el sentido fuerte del término, un referente y un punto de partida.
Ahora los fanzines (aunque sigue habiéndolos de papel y es probable que vuelvan a proliferar) son páginas web, y los jóvenes no se reúnen a miles solo para cantar y ser cantados, sino para protestar contra la globalización neoliberal. Y la experiencia comunera se prolonga en las okupaciones, los colectivos, las redes; en las asambleas que llenan las ágoras de las que han desertado partidos y sindicatos; en las manifestaciones multitudinarias que recuperan las calles…
Internet, la telefonía móvil, los ordenadores personales y otras innovaciones tecnológicas recientes ponen al alcance de cada vez más gente unos medios de generación, reproducción y difusión de mensajes y productos culturales de todo tipo que antes estaban bajo el control absoluto del gran capital; se ha abierto una brecha en el oligopolio de la industria cultural y los medios de comunicación, y una nueva contracultura empieza a abrirse camino por ella (y al hacerlo va ensanchando la brecha). Para que esta “recontracultura” guerrillera pueda enfrentarse con éxito a los devastadores ejércitos de la cultura de masas y ponerse al servicio de la transformación radical de la sociedad, es imprescindible que esté en permanente y estrecho contacto con las organizaciones de base y las movilizaciones sociales, con las más genuinas y vitales manifestaciones de lo popular. Y en este sentido, la responsabilidad de quienes hemos hecho de la cultura y la comunicación nuestro oficio es mayor que nunca.